viernes, enero 03, 2014

Un cuento

Por aquel entonces yo trabajaba en una empresa de mensajería. No era gran cosa, pero era un trabajo. Ya había llegado a la edad de caducidad de la ilusión. Me agarraba al volante de la pequeña furgoneta y eso me hacía sentir bien.

En el maletero llevaba paquetes y sobres ajenos. Me sentía como un Papa Noel del día a día, sin traje rojo ni barba blanca, pero sí con una lista de nombres y direcciones a los que repartir un poquito de alegría. Prefería pensar que dentro de cada paquete cuidadosamente envuelto había regalos sorpresa y cosas bonitas. Intentaba sonreír al entregar los envíos, al pedir a los destinatarios su firma, incluso cuando me cerraban la puerta en las narices yo sonreía.

Lo peor eran los viernes. Me recordaban que todavía me quedaba el reparto del sábado por la mañana. Me costaba un poco más sonreír los viernes, me agarraba al volante con un poco más de fuerza, pisaba el acelerador un poco más hondo. Habría estrellado la furgoneta contra un muro o un semáforo si no tuviera que pagar los gastos de reparación de mi bolsillo.

Uno de esos terroríficos viernes, parado en un semáforo en rojo, revisé la lista de entregas del día. Eché un vistazo de arriba abajo, para hacerme una idea de la ruta. No eran muchas. La última entrega del día era en la esquina de López Mora con Orense.

Los cláxones de los otros coches me sacaron de mi ensimismamiento. Arranqué.

La casa de la esquina de López Mora con Orense. Muchas veces había pasado yo por allí delante, muchas veces me había quedado mirándola. Era una de esas viejas casas enormes que ya no se construyen. La fachada estaba pintada de un naranja ridículo, a trozos desvaído, a trozos ennegrecido por la humedad y los inviernos. El tejado, de pizarra negra, caía como un puntiagudo sombrero sobre el techo. En la calle, a tres escalones grises de la acera gris, había una gran puerta de madera pintada de negro, como los marcos de las ventanas ceñudas.

Entré y busqué los buzones para comprobar el nombre y el piso. Encontré una larga pared cubierta de buzones del techo al suelo. Un viejo portero me asaltó.
-¿Qué quiere? Aquí no se admite publicidad.
-Vengo a entregar un paquete al 5A.
-Los señores Merino. Sí, están en casa. Tome el primer ascensor a la izquierda.- dijo, indicándome vagamente con la mano hacia el pasillo que se perdía en la penumbra.

Había dos ascensores idénticos, y el pasillo continuaba a lo lejos. Las puertas eran de esas dobles corredizas de hierro, de esas que ya no se fabrican. Eran pesadas. Entré y las cerré. En la pared izquierda había un largo panel con botones y números, números primos del -107 al 107. Pulsé el cinco y el ascensor comenzó a rechinar y traquetear y a moverse lentamente, como un cadáver que se levantara de su tumba.

1, 2, 3, 7, 11... ¿Dónde estaba el quinto? Intenté parar el ascensor pulsando el botón de stop, pulsando el botón del quinto. Intenté abrir la puerta enrejada para que se parase automáticamente, pero el ascensor seguía su ritmo de elefante muerto.

Se paró en el piso 37.

Abrí la puerta y eché un vistazo al pasillo. Un estrecho pasillo con barandillas de madera que se asomaban al vacío. Me entró vértigo. Al fondo, se veía terminar el pasillo y abrirse a otros corredores oscuros, paredes y puertas idénticas.

Regresé dentro, cerré las puertas, y una vez más pulsé el botón número cinco. Con fuerza. El ascensor dio un respingo y renqueó antes de ponerse en marcha nuevamente.

Bajamos. En cada planta se abrían los mismos estrechos pasillos con barandillas de madera, puentes sobre la nada. A lo lejos, mis ojos que se iban acostumbrando a la oscuridad, empezaron a distinguir estrechas escaleras zigzagueantes que se intercalaban en el espacio vacío. Tuve miedo.

Vi pasar el quinto. El ascensor no se paraba. Creo que grité.

El ascensor se paró al fin. Piso menos veintitrés. Quizá estaba acercándome poco a poco. No era el menos treinta y siete. Volví a probar. Esta vez se paró en el diecinueve. Luego en el menos once. Estaba acercándome.

Pero la siguiente se fue hasta el cuarenta y siete.

Bajamos otra vez. El menos trece. No quise arriesgarme más. Subiría por las escaleras. Por las escaleras no podía equivocarme.

Las puertas chirriaron al cerrarlas antes de adentrarme en el pasillo. Busqué el comienzo de las escaleras, estrechas y empinadas. Sólo había un pasamanos a la izquierda. A la derecha se abría un abismo indistinto. Empecé a subir.

Subí lentamente, contando los pisos y las escaleras. Entre piso y piso conté una media de 40 escalones, pero perdía la cuenta con facilidad, ocupado como estaba con intentar no mirar abajo. Agarraba el pasamanos temblequeante con miedo a que se me rompiera. Cuando creí llevar trece plantas, grité llamando al portero, pero no contestó nadie. Todos los pisos eran idénticos, idénticas escaleras, idénticos pasillos, idénticos ascensores.

Había calculado que estaría en el quinto, y dejé de subir. Pero en las puertas las placas decían 11.

Me entró el pánico. ¿Bajar las escaleras? ¿Mirar hacia abajo? No podría resistirlo. Desde la barandilla del pasillo, las escaleras se precipitaban y se desvanecían más allá de lo que yo alcanzaba a ver, entre una neblina que no sabía si era real o era imaginada por el terror que me había sobrevenido.

Aferrado al pasamanos, mirando hacia delante solamente, puse el pie derecho en la escalera de bajada. Luego el izquierdo. Después, el segundo escalón. El tercero. Sentí un viento frío. ¿Niebla y viento dentro de una casa? ¿De dónde salían? Debía ser la imaginación espoleada por el miedo. Respiré hondo y seguí bajando. El noveno escalón. El décimo. ¿Qué clase de casa era esta? ¿Qué clase de personas vivían en ella? Empecé a oír voces. No exactamente voces, sino susurros, empecé a entrever personas en las otras escaleras, subiendo y bajando, pero no me atrevía a desviar la mirada de los escalones, a desestabilizarme, a que me tragara aquella nada.

Veintiuno, veintidós, veintitrés,... Muchos años había pasado por delante de aquella casa. Muchos años había mirado aquella fachada anaranjada. Había tantas ventanas en la casa, ¿cómo podía haber tan poca luz dentro? Treinta. Sólo diez más. Pasaría pronto. Habría bajado un piso. Luego, me faltarían otros seis más. Treinta y nueve. Cuarenta.

Me tiré al suelo del pasillo de un salto. Estaba frío y mi cara ardía. No sé cuánto tiempo estuve así. No podría bajar las escaleras. Prefería los juegos del ascensor. Entré y pulsé con toda mi concentración puesta en el número cinco.

Llegué al quinto. Creo que huí corriendo del ascensor. Ni siquiera cerré la puerta. Pero no importaba, porque volvería enseguida, corriendo también, hasta salir de aquella casa.

Las puertas eran todas idénticas. Miré las placas buscando el quinto A. Encontré el quinto Z, el X, el V, el T... aquello tenía un sentido. Sonreí. Seguí el orden hasta el A, que naturalmente, era la última puerta. Con la misma sonrisa, pulsé el timbre.

No sonó nada.

Pulsé otra vez. Probé a pulsar concentrándome. No escuché ningún timbre. Llamé con la mano varias veces.
-¡Ya voy, ya voy, joder! ¡Un momento! - escuché una voz femenina y un ruido de ropa restregándose contra piel blanca.

Una chica con boca malhumorada me abrió la puerta.
-¿Y se puede saber qué es tan urgente? ¡Qué manera de llamar!
-Traigo un paquete para el señor Merino.
-Vamos, que no es un corazón para su trasplante inmediato.
-Yo no sé lo que contiene el paquete... - mi sonrisa me abandonaba.
-¡Papá! ¡ Para ti!

La chica desapareció de mi vista y en su lugar apareció un hombre transparente.
-Dígame.

Un hombre transparente.

-Dígame. ¿Qué desea?

Boqueé como un pez. Con una mano le alargué el paquete con un pequeño movimiento de mi cabeza, y con la otra, un bolígrafo y mi carpeta con la lista de direcciones.

El hombre transparente recogió el paquete con sus manos transparentes, tomó mi bolígrafo con su mano transparente, mi carpeta con la lista, y firmó con una firma transparente.
-Pase.

El hombre transparente se movió para hacerme paso.
-Pase un momento.

El hombre transparente cerró la puerta tras de mí. Me llevó hasta un salón con paredes pintadas de colores brillantes y un sofá de tres plazas también colorido. El hombre transparente se sentó en el medio. Yo me quedé de pie. Con sus brazos transparentes recostados en el respaldo del sofá, cruzó sus piernas transparentes. Podía ver los colores del sofá a través de él. Pero no podía ver sus ojos. De la transparencia a la invisibilidad hay un paso.

El verano del año en que yo cumplía veinte años, me fui de viaje. Mis padres no querían que fuera, pero fui igualmente, con mi novia, mi mejor amigo y su novia. Nos fuimos los cuatro de viaje en una vieja furgoneta que pertenecía al padre de la novia de mi amigo. Era espaciosa y perfecta para viajar un mes entero por carretera, para alejarnos de la ciudad sin saber de nadie ni de nada, sin necesitar nada, todo entraba en la furgoneta. A veces conducía mi amigo, a veces su novia, a veces yo.

Era la primera vez que hacíamos un viaje solos y libres. Salimos por la mañana temprano; yo me marché de casa todavía al amanecer, antes de que mis padres se despertaran, no quería escuchar más gritos ni reproches. Ni siquiera me llevé las llaves de casa. Me imaginaba que no volvería nunca, que nunca terminaría aquel viaje, que a aquel viaje le seguiría otro y otro después, que las llaves nunca me volverían a hacer falta. Esperé en la calle el resto del tiempo, hasta que nos encontramos todos en la casa de mi amigo Luis. Allí metimos nuestros bultos en el maletero y nos fuimos a desayunar a la estación de autobuses. Salimos corriendo sin pagar. El camarero estaba tan dormido aquella mañana que ni siquiera se dio cuenta.

El primer día conducimos todo seguido. No íbamos a ninguna parte. Era verano y éramos jóvenes y no necesitábamos nada. Evitamos la autopista y nos metimos por las carreteras nacionales, cruzando pueblos y montañas, caminos de cabras y vacas, puentes romanos, valles. Paramos en un bar de carretera a comernos unos bocadillos, que esa vez sí que pagamos, el camarero era fornido y bien despierto, y aquel era su bar, y nosotros teníamos respeto por esa gente que se ha construido su vida a base de su esfuerzo, que trabaja para sí misma. Luego seguimos conduciendo hasta bien entrada la noche. Ya habíamos cruzado a Castilla antes de parar para dormir.

Por la noche hacía frío. Estiramos los sacos y las mantas en el suelo y nos acostamos. Estábamos en medio de algún campo dorado de trigo, parecía que estábamos dentro de un poema de Machado, y recitamos de memoria. No teníamos nada que cenar, pero tampoco sentíamos hambre, y si acaso, nos comíamos las estrellas del cielo con los ojos.

Nunca volvimos a la ciudad.

El hombre transparente volvió hacia mi su cara transparente.
-¿Ha viajado usted así alguna vez? ¿Sin rumbo y sin volver?

El hombre transparente se sacó unas llaves plateadas de los bolsillos de sus pantalones transparentes.
-Tome. Baje al piso menos ciento siete. Allí pregunte por la vieja furgoneta. Me la quedé yo. Ahora, váyase.

En el ascensor, me concentré con todas mis fuerzas en el piso menos ciento siete.

Una luz entró a través del enrejado de las puertas. Era una luz solar que me deslumbró tras tantas horas acostumbrado a la noche de aquella casa. Salí, cubriéndome el rostro con los brazos. Entreveía una luz amarilla y colores verdes y negros. Parpadeé. Delante de mí se extendía el campo de Castilla en toda su ondulación dorada de mediodía. Unos hombres negros grandes como toros estaban allí de pie, esperándome.
-¿Qué desea?
-Vengo a buscar la vieja furgoneta del señor Merino.
-Sígame.

El hombre me llevó a unas caballerizas pintadas de azul y de blanco, sin techo. Puerta tras puerta había habitaciones con coches aparcados. Llegamos a una furgoneta descolorida.
-¿Es esta?

Abrí la puerta con la llave. Me senté en el polvoriento asiento. Olía a cerrado. Abrí las ventanas con la manilla. Metí la llave en el contacto, la giré, y el motor empezó a bramar y retemblar. Puse la primera marcha y pisé el acelerador, atravesando el campo amarillo.