Por aquel
entonces yo trabajaba en una empresa de mensajería. No era gran
cosa, pero era un trabajo. Ya había llegado a la edad de caducidad
de la ilusión. Me agarraba al volante de la pequeña furgoneta y eso
me hacía sentir bien.
En el
maletero llevaba paquetes y sobres ajenos. Me sentía como un Papa
Noel del día a día, sin traje rojo ni barba blanca, pero sí con
una lista de nombres y direcciones a los que repartir un poquito de
alegría. Prefería pensar que dentro de cada paquete cuidadosamente
envuelto había regalos sorpresa y cosas bonitas. Intentaba sonreír
al entregar los envíos, al pedir a los destinatarios su firma,
incluso cuando me cerraban la puerta en las narices yo sonreía.
Lo peor
eran los viernes. Me recordaban que todavía me quedaba el reparto
del sábado por la mañana. Me costaba un poco más sonreír los
viernes, me agarraba al volante con un poco más de fuerza, pisaba el
acelerador un poco más hondo. Habría estrellado la furgoneta contra
un muro o un semáforo si no tuviera que pagar los gastos de
reparación de mi bolsillo.
Uno de
esos terroríficos viernes, parado en un semáforo en rojo, revisé
la lista de entregas del día. Eché un vistazo de arriba abajo, para
hacerme una idea de la ruta. No eran muchas. La última entrega del
día era en la esquina de López Mora con Orense.
Los
cláxones de los otros coches me sacaron de mi ensimismamiento.
Arranqué.
La casa
de la esquina de López Mora con Orense. Muchas veces había pasado
yo por allí delante, muchas veces me había quedado mirándola. Era
una de esas viejas casas enormes que ya no se construyen. La fachada
estaba pintada de un naranja ridículo, a trozos desvaído, a trozos
ennegrecido por la humedad y los inviernos. El tejado, de pizarra
negra, caía como un puntiagudo sombrero sobre el techo. En la calle,
a tres escalones grises de la acera gris, había una gran puerta de
madera pintada de negro, como los marcos de las ventanas ceñudas.
Entré y
busqué los buzones para comprobar el nombre y el piso. Encontré una
larga pared cubierta de buzones del techo al suelo. Un viejo portero
me asaltó.
-¿Qué
quiere? Aquí no se admite publicidad.
-Vengo a
entregar un paquete al 5A.
-Los
señores Merino. Sí, están en casa. Tome el primer ascensor a la
izquierda.- dijo, indicándome vagamente con la mano hacia el pasillo
que se perdía en la penumbra.
Había
dos ascensores idénticos, y el pasillo continuaba a lo lejos. Las
puertas eran de esas dobles corredizas de hierro, de esas que ya no
se fabrican. Eran pesadas. Entré y las cerré. En la pared izquierda
había un largo panel con botones y números, números primos del
-107 al 107. Pulsé el cinco y el ascensor comenzó a rechinar y
traquetear y a moverse lentamente, como un cadáver que se levantara
de su tumba.
1, 2, 3,
7, 11... ¿Dónde estaba el quinto? Intenté parar el ascensor
pulsando el botón de stop, pulsando el botón del quinto. Intenté
abrir la puerta enrejada para que se parase automáticamente, pero el
ascensor seguía su ritmo de elefante muerto.
Se paró
en el piso 37.
Abrí la
puerta y eché un vistazo al pasillo. Un estrecho pasillo con
barandillas de madera que se asomaban al vacío. Me entró vértigo.
Al fondo, se veía terminar el pasillo y abrirse a otros corredores
oscuros, paredes y puertas idénticas.
Regresé
dentro, cerré las puertas, y una vez más pulsé el botón número
cinco. Con fuerza. El ascensor dio un respingo y renqueó antes de
ponerse en marcha nuevamente.
Bajamos.
En cada planta se abrían los mismos estrechos pasillos con
barandillas de madera, puentes sobre la nada. A lo lejos, mis ojos
que se iban acostumbrando a la oscuridad, empezaron a distinguir
estrechas escaleras zigzagueantes que se intercalaban en el espacio
vacío. Tuve miedo.
Vi pasar
el quinto. El ascensor no se paraba. Creo que grité.
El
ascensor se paró al fin. Piso menos veintitrés. Quizá estaba
acercándome poco a poco. No era el menos treinta y siete. Volví a
probar. Esta vez se paró en el diecinueve. Luego en el menos once.
Estaba acercándome.
Pero la
siguiente se fue hasta el cuarenta y siete.
Bajamos
otra vez. El menos trece. No quise arriesgarme más. Subiría por las
escaleras. Por las escaleras no podía equivocarme.
Las
puertas chirriaron al cerrarlas antes de adentrarme en el pasillo.
Busqué el comienzo de las escaleras, estrechas y empinadas. Sólo
había un pasamanos a la izquierda. A la derecha se abría un abismo
indistinto. Empecé a subir.
Subí
lentamente, contando los pisos y las escaleras. Entre piso y piso
conté una media de 40 escalones, pero perdía la cuenta con
facilidad, ocupado como estaba con intentar no mirar abajo. Agarraba el
pasamanos temblequeante con miedo a que se me rompiera. Cuando creí
llevar trece plantas, grité llamando al portero, pero no contestó
nadie. Todos los pisos eran idénticos, idénticas escaleras,
idénticos pasillos, idénticos ascensores.
Había
calculado que estaría en el quinto, y dejé de subir. Pero en las
puertas las placas decían 11.
Me entró
el pánico. ¿Bajar las escaleras? ¿Mirar hacia abajo? No podría
resistirlo. Desde la barandilla del pasillo, las escaleras se
precipitaban y se desvanecían más allá de lo que yo alcanzaba a
ver, entre una neblina que no sabía si era real o era imaginada por
el terror que me había sobrevenido.
Aferrado
al pasamanos, mirando hacia delante solamente, puse el pie derecho en
la escalera de bajada. Luego el izquierdo. Después, el segundo
escalón. El tercero. Sentí un viento frío. ¿Niebla y viento
dentro de una casa? ¿De dónde salían? Debía ser la imaginación
espoleada por el miedo. Respiré hondo y seguí bajando. El noveno
escalón. El décimo. ¿Qué clase de casa era esta? ¿Qué clase de
personas vivían en ella? Empecé a oír voces. No exactamente voces,
sino susurros, empecé a entrever personas en las otras escaleras,
subiendo y bajando, pero no me atrevía a desviar la mirada de los
escalones, a desestabilizarme, a que me tragara aquella nada.
Veintiuno,
veintidós, veintitrés,... Muchos años había pasado por delante de
aquella casa. Muchos años había mirado aquella fachada anaranjada.
Había tantas ventanas en la casa, ¿cómo podía haber tan poca luz
dentro? Treinta. Sólo diez más. Pasaría pronto. Habría bajado un
piso. Luego, me faltarían otros seis más. Treinta y nueve.
Cuarenta.
Me tiré
al suelo del pasillo de un salto. Estaba frío y mi cara ardía. No
sé cuánto tiempo estuve así. No podría bajar las escaleras.
Prefería los juegos del ascensor. Entré y pulsé con toda mi
concentración puesta en el número cinco.
Llegué
al quinto. Creo que huí corriendo del ascensor. Ni siquiera cerré
la puerta. Pero no importaba, porque volvería enseguida, corriendo
también, hasta salir de aquella casa.
Las
puertas eran todas idénticas. Miré las placas buscando el quinto A.
Encontré el quinto Z, el X, el V, el T... aquello tenía un sentido.
Sonreí. Seguí el orden hasta el A, que naturalmente, era la última
puerta. Con la misma sonrisa, pulsé el timbre.
No sonó
nada.
Pulsé
otra vez. Probé a pulsar concentrándome. No escuché ningún
timbre. Llamé con la mano varias veces.
-¡Ya
voy, ya voy, joder! ¡Un momento! - escuché una voz femenina y un
ruido de ropa restregándose contra piel blanca.
Una chica
con boca malhumorada me abrió la puerta.
-¿Y se
puede saber qué es tan urgente? ¡Qué manera de llamar!
-Traigo
un paquete para el señor Merino.
-Vamos,
que no es un corazón para su trasplante inmediato.
-Yo no sé
lo que contiene el paquete... - mi sonrisa me abandonaba.
-¡Papá!
¡ Para ti!
La chica
desapareció de mi vista y en su lugar apareció un hombre
transparente.
-Dígame.
Un hombre
transparente.
-Dígame.
¿Qué desea?
Boqueé
como un pez. Con una mano le alargué el paquete con un pequeño
movimiento de mi cabeza, y con la otra, un bolígrafo y mi carpeta
con la lista de direcciones.
El hombre
transparente recogió el paquete con sus manos transparentes, tomó
mi bolígrafo con su mano transparente, mi carpeta con la lista, y firmó con una firma transparente.
-Pase.
El hombre
transparente se movió para hacerme paso.
-Pase un
momento.
El hombre
transparente cerró la puerta tras de mí. Me llevó hasta un salón
con paredes pintadas de colores brillantes y un sofá de tres plazas
también colorido. El hombre transparente se sentó en el medio. Yo
me quedé de pie. Con sus brazos transparentes recostados en el
respaldo del sofá, cruzó sus piernas transparentes. Podía ver los
colores del sofá a través de él. Pero no podía ver sus ojos. De
la transparencia a la invisibilidad hay un paso.
El
verano del año en que yo cumplía veinte años, me fui de viaje. Mis
padres no querían que fuera, pero fui igualmente, con mi novia, mi
mejor amigo y su novia. Nos fuimos los cuatro de viaje en una vieja
furgoneta que pertenecía al padre de la novia de mi amigo. Era
espaciosa y perfecta para viajar un mes entero por carretera, para
alejarnos de la ciudad sin saber de nadie ni de nada, sin necesitar
nada, todo entraba en la furgoneta. A veces conducía mi amigo, a
veces su novia, a veces yo.
Era la
primera vez que hacíamos un viaje solos y libres. Salimos por la
mañana temprano; yo me marché de casa todavía al amanecer, antes
de que mis padres se despertaran, no quería escuchar más gritos ni
reproches. Ni siquiera me llevé las llaves de casa. Me imaginaba que
no volvería nunca, que nunca terminaría aquel viaje, que a aquel
viaje le seguiría otro y otro después, que las llaves nunca me
volverían a hacer falta. Esperé en la calle el resto del tiempo,
hasta que nos encontramos todos en la casa de mi amigo Luis. Allí
metimos nuestros bultos en el maletero y nos fuimos a desayunar a la
estación de autobuses. Salimos corriendo sin pagar. El camarero
estaba tan dormido aquella mañana que ni siquiera se dio cuenta.
El primer
día conducimos todo seguido. No íbamos a ninguna parte. Era verano
y éramos jóvenes y no necesitábamos nada. Evitamos la autopista y
nos metimos por las carreteras nacionales, cruzando pueblos y
montañas, caminos de cabras y vacas, puentes romanos, valles.
Paramos en un bar de carretera a comernos unos bocadillos, que esa
vez sí que pagamos, el camarero era fornido y bien despierto, y
aquel era su bar, y nosotros teníamos respeto por esa gente que se
ha construido su vida a base de su esfuerzo, que trabaja para sí
misma. Luego seguimos conduciendo hasta bien entrada la noche. Ya
habíamos cruzado a Castilla antes de parar para dormir.
Por la
noche hacía frío. Estiramos los sacos y las mantas en el suelo y
nos acostamos. Estábamos en medio de algún campo dorado de trigo,
parecía que estábamos dentro de un poema de Machado, y recitamos de
memoria. No teníamos nada que cenar, pero tampoco sentíamos hambre,
y si acaso, nos comíamos las estrellas del cielo con los ojos.
Nunca
volvimos a la ciudad.
El hombre
transparente volvió hacia mi su cara transparente.
-¿Ha
viajado usted así alguna vez? ¿Sin rumbo y sin volver?
El hombre
transparente se sacó unas llaves plateadas de los bolsillos de sus
pantalones transparentes.
-Tome.
Baje al piso menos ciento siete. Allí pregunte por la vieja
furgoneta. Me la quedé yo. Ahora, váyase.
En el
ascensor, me concentré con todas mis fuerzas en el piso menos ciento
siete.
Una luz
entró a través del enrejado de las puertas. Era una luz solar que
me deslumbró tras tantas horas acostumbrado a la noche de aquella
casa. Salí, cubriéndome el rostro con los brazos. Entreveía una
luz amarilla y colores verdes y negros. Parpadeé. Delante de mí se
extendía el campo de Castilla en toda su ondulación dorada de
mediodía. Unos hombres negros grandes como toros estaban allí de
pie, esperándome.
-¿Qué
desea?
-Vengo a
buscar la vieja furgoneta del señor Merino.
-Sígame.
El hombre
me llevó a unas caballerizas pintadas de azul y de blanco, sin
techo. Puerta tras puerta había habitaciones con coches aparcados.
Llegamos a una furgoneta descolorida.
-¿Es
esta?
Abrí la
puerta con la llave. Me senté en el polvoriento asiento. Olía a
cerrado. Abrí las ventanas con la manilla. Metí la llave en el
contacto, la giré, y el motor empezó a bramar y retemblar. Puse la
primera marcha y pisé el acelerador, atravesando el campo amarillo.