Volver es sinónimo de recordar. Más que sinónimos, son hermanos inseparables, siameses que comparten un único corazón, ensanchado para bombear con fuerza la sangre necesaria para sendos cuerpos semánticos.
Volver es ya en sí mismo una repetición, pero además, suele ocurrir que al volver nos vemos obligados a revolver armarios y cajones de cuyo contenido no nos acordamos así como así. Requieren una exploración que nos lleva a un redescubrimiento de lo que un día supimos, pensamos, sentimos y tuvimos. Volver es un ejercicio de memoria, una técnica preventiva contra el Alzheimer.
Dentro de cajones y armarios nos acechan cajas de bombones o de zapatos en las que nuestros recuerdos juegan al escondite. Piedrecitas y conchas recogidas ya no sabemos dónde, pulseras y colgantes que no usamos desde que tenemos uso de razón, chapas, mecheros, bolígrafos sin tinta, tapas de libretas sin hojas, sobre llenos de fotos descolocadas, billetes de tren, avión o autobús, entradas de cine o teatro, llaves que ya no sabemos qué cerraron alguna vez, ni qué abrirán ahora, y en ocasiones, otras cajitas con más recuerdos insospechados, tu pasado desperdigado en matrioskas con formas geométricas. Todo ello proveniente de algún espacio y tiempo que ya no recuerdas pero que te esfuerzas en localizar, exprimiéndote la memoria de rodillas en el suelo, como rezando, con uno de aquellos
souvenirs alzado en la mano, con los ojos cerrados para visualizar mejor los detalles de aquel contexto lejano, un pequeño viaje espiritual que se repite con cada piedra, cajita de cerillas, foto de paisaje urbano y abanico roto que nos sorprende desde los cajones.
Eso es sólo el principio. Luego vienen las cartas, cartas viejas, arrugadas, que a cada relectura te envejecen prematuramente al dar cuenta de tu juventud pasada, ingenua, llena de ideales que ya no sabías que tuviste, de los que te olvidaste sin notarlo. Lo peor es que no tienes las tuyas, las de tu puño y letra, sino sólo sus respuestas o las cartas que provocaron una respuesta tuya de la que ya no tienes pruebas, con suerte bocetos de líneas telegráficas, que sin embargo no sabes casar con la carta adecuada ya que en su día no te preocupaste de meterla en el sobre que las originó. Eso, en el mejor de los casos; en la mayoría, ni eso tienes; sólo te queda imaginarte leyéndolas por primera vez, conjurando aquel yo que crees ahora que debió existir, sin estar segura, porque tú eres tú siempre en el presente y no ayer. Pero te esfuerzas en tu papel de maga, intentas evocar qué cuándo dónde y cómo, empezando por un orden lógico que te ayude a enfocar la nebulosa: cuándo recibiste la carta, y dónde la leíste, si la guardaste hasta ir a un parque donde abrirla tranquilamente, o si llena de nervios y emoción no pudiste contenerte y la abriste en el mismísimo ascensor, fallando tres intentos de abrir la puerta de casa por no querer quitar los ojos del papel, cerrándola con el pie como si fuera una pelota de fútbol. O si la llevaste ardiéndote en las manos hasta llegar a tu habitación y tumbarte en la cama a abrirla y devorarla. ¿Te acuerdas?
Quizá sí, ahora que la relees, de rodillas en el suelo, mordiéndote el labio hasta que sangran los recuerdos.
Pero ya no tienen ni pies ni cabeza esas cartas, sólo sangre enmohecida, y tratas de encontrarles sentido, pero como no lo consigues intentas darles uno, acorde no con la tú de entonces, sino con la yo de ahora, que es la que conoces. Y las vas releyendo y reguardando en los sobres y dejándolas como estaban, porque no tienen otro orden que ese desorden, caja dentro de caja dentro de cajón dentro de armario. Y allí seguirán cada vez que vuelvas, porque las guardas, a veces piensas que lo mejor sería quemarlas, pero nunca lo haces, porque si no existieran esas cartas, no podrías ya volver.